Atravieso las calles de Courmayeur, paso por debajo de la autopista, a través de las calles comerciales y asciendo por las escaleras que dan acceso a la plaza de la iglesia. Allí, un grupo de batucada me recibe, leen mi nombre en el dorsal y me animan llamándome por mi nombre. Eso es algo que vives durante toda la carrera y que te pone los pelos de punta. En las ciudades, pueblos, caminos y senderos, la gente mira tu dorsal y te anima llamándote por tu nombre. Les agradezco las muestras de ánimo y comienzo a ascender por la cuesta de asfalto que me llevará a las duras rampas aframbuesadas hacia el Refugio Bertone. Entre las casas, me paro a cargar agua junto a una fuente y lavadero que debe llevar allí mil años y poco a poco me acerco al inicio del sendero. Comienzo a subir y el Sol ya aprieta bastante el cogote, me sorprende comprobar que la camiseta técnica The North Face® de manga larga que llevo debajo del maillot de Arista transpira de maravilla. Al ser oscura, me protege del Sol y, al transpirar, se nota un fresquito que se agradece en este momento. Me siento muy bien de piernas y de cardio, aunque ya empiezo a sentirme algo cansado de tantas subidas y bajadas. La ascensión al Refugio Bertone es una ruta que, durante el Tour del Mont Blanc pude comprobar que es de “domingueros”. Me explico: es una ruta muy familiar, las gentes de Courmayeur y de las localidades de la zona, aparcan abajo y ascienden los 4 kilómetros de subida hasta el refugio para almorzar allí, deleitarse con las vistas y tomar el sol en los apacibles días de verano.
Reconozco que esta subida se me hace muy larga. Me cuesta subir estas rampas más que cuando lo hice con el mochilón y eso que hago denodados esfuerzos para subir como me enseñó Manolo Cardona, del Club de Montaña Neophron, usando las piedras como escalones, apoyando en ellas el talón y, así, no forzar tanto los gemelos. Aún así, me cuesta horrores subir y me detengo para repartir un sobre de Recuperat-Ion® entre los dos bidones. Junto a mi mochila, veo una planta de frambuesas y me como un par de ellas. Algo de vitamina C me vendrá bien. En ese momento, me adelanta un grupito de corredores y me uno a ellos para llegar a buen ritmo hasta arriba. Por fin, entre los árboles, se adivina el cielo azul y desaparece la arboleda, se oye un gentío que anima a los corredores y, paso a paso, llego hasta el refugio. Allí, el avituallamiento está dirigido por el mismísimo Enrico Bertone a quien le pido que me indique el sitio en el que puedo dormir un poco. Él, muy amablemente, me señala en camino y me pregunta si quiero que me despierte él o si me despierto yo sólo. Le digo que pondré el despertador y, en medio de una simpática risa, me advierte de que, en ese caso, él no se hace responsable de que me despierte o no. Me llevan al dortoir (dormitorio con colchones para unas 20 personas) donde me quito las zapatillas coloco las mantas en los pies para dormir con los pies en alto, programo la alarma del móvil para 20’ y me tumbo.
En medio de un sueño, oigo el despertador. Hace calor en el dortoir y me levanto. Estoy medio atontado, pero respiro hondo, recuerdo qué es lo que estoy haciendo y me calzo las zapatillas. Cojo todas mis cosas y me doy cuenta de que en uno de los colchones hay un señor durmiendo. Como aquí estamos todos en el mismo barco, hago lo posible para no hacer ruido, pero todo mi gozo en un pozo, entran dos italianos hablando en alto y dejando caer los bastones al suelo, etc. En fin, que unos crían la fama y otros el provecho. El pobre hombre que estaba durmiendo se despierta en ese momento y yo aprovecho para colocarme la mochila y salir para avituallarme. Empiezo a caminar y la sensación en las piernas es extraña. Con 20’ de sueño, mi mente se ha reseteado y me siento muy descansado. Como un par de piezas de queso, me despido de Enrique Bertone y me echo al camino para subir la leve rampa que lleva al cruce que me conducirá a uno de los senderos más bonitos que he visto en mi vida. En cuanto el camino empieza a picar levemente cuesta abajo, empiezo a trotar y noto que las piernas van ligerísimas. No dejo de trotar en todo el camino hasta que me topo con las leves rampas que preceden al Rifugio Walter Bonatti. Por el camino, me paro un momento para coger un arándano de los matorrales que bordean el camino y mi mirada se deleita con la visión de los Grandes Jorasses que vigilan nuestros pasos a la izquierda. Llego al Refugio Bonatti y me tomo una sopa con fideos y alubias blancas que me sabe a gloria. Ya ha avanzado un poco la tarde y me apuro en cargar agua en la fuente, repartir otro sobre de sales entre los dos bidones y lanzarme por el sendero para llegar a Arnuva. La siguiente sección del sendero es igualmente rápida, aunque se inicia con una leve subida. Cuando se coge a la izquierda el cruce que conduce a la localidad de Arnuva, el sendero pica para abajo con bastante pendiente y me lanzo como un poseso. Se oye un griterío tremendo en la entrada del avituallamiento y, según me voy acercando, me doy cuenta de que es un grupo de españoles que han venido a apoyar a un club de trail y, de paso, miran en los dorsales de los corredores buscando una bandera que encuentran en el mío y todos se ponen a gritar “Yo soy español, español, español”. Tienen montada una fiesta de aúpa en ese avituallamiento. Entro y me encuentro con la pareja de Salomón Cohen, corredor que ya ha venido varias veces a correr la Transgrancanaria y que me saluda al entrar en el punto de control. Se está haciendo de noche y saco el frontal. Sé que antes de llegar al Refugio Elena, voy a tener que encenderlo. En el punto de Arnuva, como un trozo de pastel, más queso, cargo agua y, esta vez, como sé que toca subir el punto más alto de la carrera, el Grand Col Ferret, de 2537m en plena noche y, probablemente con niebla, cargo un sobre de sales en cada bidón. No quiero deshidratarme por culpa del frío. Eso es algo en lo que poca gente repara. El frío también deshidrata...y mucho, ya que el cuerpo gasta más energía para producir calor. Cuando salgo de Arnuva, se me une Salomón y empezamos juntos el ascenso al Elena. Las rampas que conducen a ese refugio son realmente duras, aunque cortas, y estrechas. Han llegado a hacer escalones en el barro y notamos cómo la humedad aumenta. En esa zona no ha debido de salir el sol en todo el día porque el suelo está muy húmedo y embarrado.
Llegamos al Refugio Elena y lo rodeamos por detrás atravesando un alpage. En ese momento, prefiero no pensar en la cantidad de excrementos de vaca por los que estamos pasando porque, para ser sinceros, a esas alturas de carrera, después de barro, hielo y nieve, no nos vamos a andar con milongas. Nos unimos a un grupo que sube a un ritmo cómodo y empezamos a subir el zigzag del Gran Col Ferret.
La ascensión no es, en sí, demasiado dura. Es una sucesión de rampas de variado porcentaje, pero el cansancio y el aumento de altura, unido a lo mojado del suelo, dificultan la subida. A medida que se sube, la pendiente aumenta y el andar se hace más lento. Lo bueno de este col es que, en medio de esas rampas, hay un descanso que sirve como referencia. Después, otras rampas fuertes y, al final, a unos 100 metros de la cima, la pendiente se suaviza muchísimo e incluso se podría trotar (quien pueda, claro. Yo, no). Casi no nos hemos dado cuenta, pero nos hemos metido en medio de una niebla muy espesa y, de repente, aparece a nuestro lado la caseta iglú amarilla de The North Face® iluminada por dentro. Nos controlan los chips y en entramos en Suiza.
El descenso es complicado por la niebla. Vamos todos juntos apuntando a todos lados con los frontales para buscar un reflectante y vemos uno en la lejanía, a por él. Poco después, ya no se ve nada a más de dos metros y el de delante, decide mirar al suelo. Lo bueno que tiene este camino es que, en caso de niebla, si caminas sobre color marrón, estás en el camino y, si lo haces sobre color verde, te has equivocado. Por ello, ese chico apunta con el frontal al suelo mientras que los demás le seguimos buscando con los nuestros otros reflectantes. Aquí echamos de menos la densidad de señalización que sí hemos tenido en otras zonas del camino.
A medida que descendemos, la niebla se va disipando y nuestra velocidad aumenta. Pasamos por delante de La Peule y allí, dos voluntarios nos indican el camino, seguimos por un terreno resbaladizo y húmedo hacia las lomas de la izquierda que nos llevan ascendiendo hacia el desfiladero provisto de cadenas que precede la bajada a Ferret. Al llegar allí, cruzamos el río y la carretera, un grupo de vecinos nos anima y empezamos el ascenso por el sendero que lleva a La Fouly.
En el ascenso, Salomón, que va delante de mí, tiene que ayudar a un chico alemán que no para de resbalarse y que a punto ha estado de caer por toda la loma. Salomón le grita, agarrándole por los hombros, “tú mira al suelo, no mires hacia arriba o te caerás, tú mira al suelo”, jajajaja. El chico alemán se para y le adelanto. Llegamos a la pista de tierra y nos lanzamos corriendo por el sendero para llegar lo antes posible al avituallamiento de La Fouly. Parece mentira que nos hayamos quitado 15 kilómetros, pero es lo que tiene la noche si te sientes cómodo: avanzas rapidísimo. Llegamos a La Fouly en medio de una ovación popular. Hay mucha gente esperándonos y animándonos. Yo les grito “bon soire, La Fouly” y todos me responden “Merci, bon soire et bon courage”. Esta gente es genial, es de madrugada y hace un frío que pone los pelos de punta. Ha vuelto a bajar la temperatura. Allí, cargamos los bidones, pasamos por el control de chips y entramos al avituallamiento. Allí, Salomón y yo decidimos comer bien y seguir juntos para llegar a Champex Lac antes de que amanezca.
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